jueves, 2 de diciembre de 2010

"Prehumanos en C15 comen Pizza"





Quizá esa mañana no era una mañana cualquier otra, el ya habitual olor a la gasolina que llevaba chorreando desde hace ya semanas de los bajos de la C15 matricula Pontevedra en la que aún retozaba somnoliento entre palomitas pegadas al codo y latas de Chinotto con ron chorreando y formando un pegajoso charco capaz de captar toda pelusa que osara pasar por encima del colchón de espuma que, muy concienzudamente, meses antes había colocado en la parte trasera de la furgoneta a la vista del por entonces aún grandioso viaje que le aguardaba.

Con el tiempo todo ello cambió, quizá no por el adjetivo en sí, ya que el viaje seguía pudiéndose denominar como grande, pero la connotación que ese oso adhiere a la palabra distaba mucho de reflejar la nueva realidad.

La noche se había hecho larga a pesar de lo tarde que había empezado y por eso una ingente cantidad de vómito custodiaba lealmente el paso de cualquier estibador perdido o necesitado de besar a escondidas de su jefe cigarritos de la risa de esos que un hasta ahora buen amigo libio le proporciona a buen precio. Aún son esas horas en las que el cielo no es ni negro ni azul, ni rojo ni gris, esas horas en las que la fauna nocturna llega a interactuar con los más madrugadores.

Pero en esta parte no hay madrugadores, no hay curiosos ancianos en busca de tribuna en una obra, o señoras que sirven el desayuno a todos los gatos de la zona, bolsa de supermercado en ristre y olorosos despojos en papel de aluminio como munición. No, por esta zona de la ciudad no hay madrugadores, incluso los que se levantan temprano son trasnochados, trasnochados borrachos que probablemente impulsados por la favorable pendiente de la calle han acabado en los aledaños del muelle Vigliena, o señoritas de cariño compartido previo pago que ya se recogen de vuelta a su olivo. Prostitutas y marineros, marineros y prostitutas, he aquí una de las mejores simbiosis sociales que la humanidad ha conocido. Tuve un profesor, ex capitán de la marina mercante, que siempre se pregunta que fue primero, ¿el huevo o la gallina? ¿Los grandes puertos mundiales comparten fecha lugar y hora con los mayores lupanares habidos y por haber porque las señoritas de saldo y esquina,  si sois sabinistas, o de dudosa moral si es vuestra moral la que es dudosa, atraen a los marineros o viceversa? Sin duda este tema ha sido el alimento perfecto para grandes canciones como el Marinero y el Capitán de Andresito Calamaro, por cierto músico de cámara o más bien de casette, del “arcaiquic-audio” que gasta nuestra furgoneta gallega y el indispensable bolígrafo BIC para rebobinar esas casi extinguidas joyas de plástico y cinta magnética.

Pero no es ahora nuestro debate, el ruido de las gaviotas napolitanas es el despertador perfecto y por tanto por nadie deseado. Son las 9 de un nuevo día y la pintada sobre el muro que da a la ventanilla cuando uno se incorpora del polivalente colchón dicta “ANCORA”, así que de un salto, sin pensarlo, como se hacen estas cosas dolorosas como levantarse por la mañana a horas para las que el ser humano no esta diseñado o por causas ajenas al tan delicioso despertar natural, cualquiera se da de bruces con la mañana napolitana, Vesubio al fondo y mar a la derecha, va siendo hora de desperezarse si dentro de 40 minutos es Luciano, Luciano Portelli, un tipo singular el que espera en el Café Amoroso, no muy lejos de la pizzería Da Michele, la considerada por muchos como la mejor pizzería del mundo.

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